lunes, 18 de enero de 2016

GLOTONERÍA Y LUJURIA...RETRATOS DE PECADOS CAPITALES

Perdigones dorados mechados con cerezas, chaud-froid de pollo rosado, timbal de langostinos con cinturón de carapachos rojos, Charlotte cremosa adornada con dibujos de frutas confitadas y genovesas multicolores: medio siglo antes de la invención de Instagram, Roland Barthes ya había advertido sobre una de las taras de la vida moderna: la cocina ornamental. 
En sus célebres Mitologías publicadas en 1957, el semiólogo francés notó que la comida mudó de sentido a seducir: del gusto a la vista en un barroco delirante, preocupado por gelatinar las superficies y abrillantar lo opaco.
 Si es cierto que la cocina ornamental es al alimento lo mismo que el porno al sexo (puro artificio), parece lógico que la moda actual de fotografiar lo que comemos se haya bautizado con una etiqueta inequívoca: #FoodPorn. Basta nomás con entrar ahora mismo a Instagram para comprobar el fenómeno de época: al momento de escribir esta columna, hay 75.403.131 fotos clasificadas con el hashtag que ostenta impúdicamente el plato exótico o el manjar infrecuente. El furor va de una pantalla a otra mientras la televisión anuncia el estreno de un nuevo reality: Food Porn, el primer programa nacido y criado en la red social que tiñe las fotografías con el filtro de la vida que anhelamos tener.
En catorce episodios de media hora, la serie recorre los Estados Unidos persiguiendo lo más hot de la escena gastronómica: los mejores platos que hayan sido posteados en Instagram y que puedan aspirar al título de comida pornográfica. El chef Michael Chernow, copropietario de la cadena neoyorquina de restaurantes The Meatball Shop, conduce la búsqueda de aquellas personas que se excitan con sólo mirar una albóndiga. 
Se calcula que alguien publica en Twitter una foto con la etiqueta #FoodPorn cada dos segundos y si no hay pudor para la selfie aun en el plano más desfavorable, menos represión existe para inmortalizar el hongo merengado o el volcán de chocolate. 
"La gente está obsesionada con fotografiar, compartir y comentar lo que come", opina Jana Bennett, presidenta de FYI, el canal de TV que emite el reality. Según la productora Bethenny Frenkel, que también hace The Real Housewives, sobre las verdaderas amas de casa desesperadas, "la serie muestra la decadencia y la obsesión de la gente por mostrar la comida en las redes sociales". En mi cronología, ahora mismo se me aparece la foto de un ananá caramelizado con crumble de coco y helado de jengibre, festejado con corazoncitos colorados. Ahí donde los dos pecados capitales más emparentados sean la gula y la lujuria, por la satisfacción inmediata de los deseos carnales que los provoca, la pornografía culinaria ignora los mandatos de la dietética, el buen gusto o la conciencia social: se enfoca en lo más obsceno de la comida con el mismo morbo con que un pornostar puede ser considerado apenas un pedazo de carne.


"Programas de televisión basados en hashtags: señales de que el futuro distópico ya está aquí", escribió la revista Entertainment Weekly en su reseña de Food Porn, con espíritu apocalíptico. Si la distopía es lo contrario de la utopía como proyección de una sociedad que se anuncia indeseable, hace más de cincuenta años el pronóstico de Barthes fue profético y aunque sólo se refería a la comida también podría aplicarse al porno: en la obsesión por lo visual, el revestimiento o la coartada se esfuerzan por atenuar o disfrazar la naturaleza de los alimentos y la brutalidad de las carnes para hacerlos deseosos a ojos del mirón.


 En la mesa y en la cama, el fisgoneo por lo que come el otro despierta los bajos instintos. La expresión de goce es la misma: "Yeah, oh, yeah"
N.A.

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